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Esa madrugada llovió. Todo el ambiente impregnado de olor a gobernadora. Tacho dijo que era imposible entrar a ciertos lugares por el agua acumulada en caminos chiclosos y luego sufrió porque no recordó cuándo fue la última vez que el agua cayó. A lo lejos las montañas rodeadas de nubes negras parecían una pintura, el desierto una sabana empapada que no secaba nunca, que no acababa nunca.
La vara de Tacho es una extensión de su cuerpo, con ella hurga en la tierra y con movimientos rápidos levanta piedras. Las examina, las toca, les da vuelta con los dedos.
Hacía un poco de frío, el aire estaba fresco y ni un árbol para detenerlo. El cielo azul oscuro, las nubes cargadas: peligro de tormenta eléctrica. La decisión fue caminar en busca de chuzos, como todas las mañanas, como casi siempre. «Yo me la cotorreo aquí en el monte, ahora que llovió es mejor porque el agua limpia los caminos y es más fácil encontrar chucitos. Namás hay que andar abusados. Ahorita llegamos al camino, si está bueno nos vinemos en la troca». No fue así. A caminar.
—A uno a veces le duele el pescuezo, se cansa la joroba de tanto andar agachao. Pero si estoy en la casa ando desesperado, quiero salir al monte.
—¿Entonces si Maussan mira al cielo, Tacho mira al suelo?
—Ándale, así mero, nada más que yo no digo mentiras. Todo me lo encuentro, es una chinga, pero son reales. Por eso tengo muchos amigos de todas partes. La cosa es tener fe y no ser transa.
La vara de Tacho es una extensión de su cuerpo, con ella hurga en la tierra y con movimientos rápidos levanta piedras. Las examina, las toca, les da vuelta con los dedos. Da juicios sobre su origen: «Esta es piedra tallada, también me la pagan, pero menos. El chiste es encontrar chucitos completos». A las dos horas de camino el sudor asoma. Por la prisa y la emoción del terreno mojado los garrafones de agua quedaron olvidados. Entonces la temperatura no era muy alta ni caía llovizna. Tacho necesitaba líquido. Por eso bebió en un charco de lluvia tirado de panza. «Si hasta con tepocates toma uno a veces, pos la agüita de lluvia es mejor. Más rica, al rato salen las víboras a refrescarse».
—¿Qué de cierto hay en que mata víboras de cascabel con la boca?
—Eso nada más fue una vez que estábamos pizcando algodón en Charcos de Risa. Se me ocurrió darle una mordida en el pescuezo para que se muriera la cabrona.
—¿Entonces si las mata a mordidas?
—Bueno, nada más cuando están chiquillas, porque si están grandes no se puede. ¿Será que estoy loco?
—Puede ser… ¿No lo han mordido?
—Sí, tres veces en la mano. Lo que pasa es que debes de sacarte el veneno con la boca o hacerte un torniquete para que no avance. Así es la pichada.
Van muchos pedazos de piedra en la bolsa de Tacho: ningún chuzo completo. Ahora encuentra un hoyo en el piso con una pequeña telaraña y dice que es de tarántula: rasca con su vara y manos para mostrar el procedimiento, a escasa profundidad sale el insecto corriendo, alterado. Tacho la toma entre sus dedos, juguetea con ella. Sus patas peludas buscan suelo, él la retiene. «Agárrenla, no hace nada. Estos animalitos son nobles. Nada más los saco cuando me los encargan. ¿Para qué hace uno la maldad?».
acho vuelve a rascar y entierra la tarántula en su agujero. Ya van 5 horas caminando y sólo ha encontrado pedazos de piedra. A lo lejos las nubes se dispersan, caen los primeros rayos de sol. En casa la comida espera: «Como de todo, lo único que no es el tecolote, tiene la carne corriosota. Ya una vez lo hice en caldo y no, mejor lo tiré. Lo mejor de todo es el burrito cuando está tierno, nada más que todos le hacen el feo». Me dice tener todo el tiempo del mundo para buscar, pero necesita concentrarse: «Dios mío ayúdame a encontrar siquiera un chucito. Eso es en lo que más pienso cuando ando en el monte, es que pienso en tantas cosas».
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El cañón del Mimbre no deja ver el desierto, pura montaña pelona con riscos afilados. Casi las cinco de la tarde y los caminos a esta hora los han secado. Hay más de 30 grados centígrados. El sitio parece un baño sauna, la humedad sofoca. Entre nopales y ramas secas, señales de piedras en el monte hablan de la presencia de Tacho, cada que recoge algo interesante marca el territorio con flechas como recuerdo del hallazgo. Aquí encontró esto, allá aquello. Sus piernas no dejan de caminar, sus brazos de señalar. Lleva una pala, entre piedras y zanjas tiene escondida la criba para colar la tierra y facilitar el trabajo. Hay hoyos, botellas de agua de hace dos años cuando empezó a cavar y pinturas rupestres en las piedras. «Tiene uno que estar medio locotón para cribar esa madre. Están cabrones los chuzos, se dice fácil, pero se requiere de un gran esfuerzo. Me han dicho que me van a llevar al bote por esto, yo les digo: Vayan a chingarse al monte a ver si es cierto culeros; y se callan». A las 5: 30 de la tarde sale el primer chuzo para Tacho. Vuelve a llenar la criba, busca en las piedras, remueve la tierra. Algo brilla: «Suerte para la próxima Tacho. Es que la cosa es calmada, necesita uno no desesperarse». Nada más se escucha ruido de la pala, el grito del águila, el llamado de la chicharra y el cantar del cenzontle. «Dios ha de decir: A este negro lo voy a ayudar, tanto que se ha chingado. Nada más porque los camaradas (indios) no trabajaban el oro, si no ya sería ricote». Empieza a oscurecer, el segundo chuzo sale. Tacho agarra vuelo y ya no quiere parar. «Es que uno se engolosina, pero el jale es así, a veces encuentro uno, muchas veces nada».
Llegando a casa la cena está servida: huevo, sopa, frijoles, tortillas de harina y café. Charcos de Risa está a oscuras. Las casi 50 familias duermen esperando que al otro día no llueva para ir a la candelilla. La casa de Tacho es de adobe: tiene 4 cuartos, piso de tierra, cocina con leña, letrina y un corral grande. Ofrece para dormir el recibidor donde guarda un compresor, bicicleta, jaulas, costales y un gallo enfermo. Petronilo duerme, Imelda esconde bajo un mueble, canta, salta: es su hora. La hora de las lechuzas.
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El sol está por salir. Los gallos han cantado. Una lámpara de gas es el equipaje. Los primeros rayos son horizontales. En el suelo hay millones de caracoles pequeños como arroces, blancos como huesos. De gota en gota de sudor son encontrados círculos de piedra y carbón enterrados. Tacho cree que eran hornos de los antiguos pobladores. También hay pedazos de hueso regados. Crecen las posibilidades de hallar algo.
En un arrebato Tacho toma una osamenta amarillenta, la entierra con piedras, exclama: «Para que descanse en paz el camarada».
Todas las piedras brillan por el sol, el calor es insoportable. El resultado son pedazos y más pedazos de piedra que podrían ser pero no son. Ayer fueron dos chuzos buenos, la ganancia depende de la negociación: 50, 100, 200 pesos. Tres horas y nada, rastros de Tacho en el suelo… y nada: «Todo esto ya lo he caminado. Es que los pinches chuzos están cabrones, ya aunque dance, salte y la chingada no hallo ni madres». Tacho ha decidido ir a un lugar donde encontrar carrizo y palos de sotol para elaborar las flechas y mangos de cuchillo. Por caminos que no son precisamente eso la camioneta avanza: «Es para que le cuenten a sus nietos: Yo andaba allá con un pinche viejo loco de la sierra, de jodido que alguien me recuerde cuando muera». El chirriar de la carrocería con mezquites es intenso, las llantas arrollan gobernadoras con la esperanza de que no las ponche. El sitio es puro monte. Metros adelante un lugar camuflado por ramas secas, espinas y piedras: es una cueva. El descenso es de manera horizontal, con cuidado para no resbalar. El interior es muy grande, hay oquedades pequeñas que dan a otros pasadizos. Huesos humanos, guano, varas y restos de fogata en el interior. Pese al calor de afuera, en la cueva el clima es fresco. Según Tacho mucha gente de las comunidades cercanas ha entrado al lugar y destruido la naturaleza. Hay sitios que han sido obstruidos con piedras, también hay envases de cerveza y osamentas rotas: «Es que la pinche gente no respeta, no sé para qué sacan los huesos de los camaradas, no los dejan descansar en paz». En un arrebato Tacho toma una osamenta amarillenta, la entierra con piedras, exclama: «Para que descanse en paz el camarada». Prepara la lámpara, adentro de la cueva es muy oscuro, hay que escalar piedras resbalosas: mucha tierra suelta, piedras ruedan, guano entra a los pulmones. El resultado de varios minutos en la oscuridad son algunas varas de carrizo viejas. Ya casi no hay: la gente se ha encargado de hacer fogatas con ellas. Tacho no se explica para qué. Antes chuceaba en ese lugar, pero ahora es difícil encontrar algo, tiene que buscar nuevos lugares para sobrevivir. El ascenso por la cueva es más difícil, la luz solar cala en los ojos. Tacho lleva sus varas y el deseo de encontrar chuzos. Aún es temprano para desistir: «Yo creo que hasta que muera voy a seguirle, hasta que pueda caminar. No hay de otra». Un trago de agua. A marcar nuevos caminos.
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Al pie del lecho seco de un río Tacho no deja de observar la franja honda donde hace años hubo agua. La inmensidad es una característica de aquello que se fue. Parado al borde, señala con su vara el desierto y la vista se pierde en recuerdos, en sueños de un pasado distante. No sopla viento, si acaso un cálido susurro que mece los mezquites. «Me hubiera gustado vivir cuando la gente estaba en el monte, tanteo que había mucha vida, muchos animalitos. Todo era verde con tanta agua ¿Qué preocupaciones tenían los camaradas?». Entre recuerdo y recuerdo Tacho evoca los años de su niñez cuando llegó la televisión a Francisco I. Madero. Sólo dos o tres familias tenían y cobraban para que ellos vieran las caricaturas. También se le antojan las cachuchas, un pan redondo con ombligo en medio que nunca ha vuelto a probar: «¿Quién sabe si todavía existan? Ya no las he visto».
Y del cine. También se acuerda del cine, al que no ha ido hace 22 años: «Mi niñez la viví a toda madre. Estaba a 60 centavos la matiné, las películas de El Santo eran las que más me gustaban, que contra las momias y la chingada pero nos divertíamos. Años aquellos… con un peso entrabas y con cinco comprabas el refresco. La última película que vi fue una de Cantinflas».
—¿Qué ha cambiado de todo aquello?
—Pues ahora hay mucha maldad, mucha loquera, no sé por qué es así la gente. Tanteo que antes todos éramos más felices, la gente nomás anda viendo la manera de chingarte, a mi no me gusta chingar a las personas, Dios me ha de ayudar.
Tacho se ha dado cuenta que es un día malo, no lleva ningún chuzo a casa. Y para colmo el hambre es canija. Después de comer unos burritos de chicharrón y papa calentados en brasas de huisache descansa un poco tirado en la sombra. No le inquietan las hormigas que ha llamado la comida.
—Me gusta cotorrearla con las hormigas cuando ando por acá, son camaradas.
—Sí estás loco, Tacho —atrevo a tutearlo. Ahora sí ya somos amigos.
—¿Pos qué más puedo hacer en medio de tanto pinche monte?
Regreso a casa Tacho no habla, está cansado. Recoge leña para la estufa, echa aire a las llantas con una bomba de mano y alucina que sigue manejando su camioneta automática con ambas piernas. Dice que así es más fácil. La carrocería rechina, el sol se esconde tras los cerros, sigue el clima encendido: colores rojos, amarillos, el azul del cielo difuminado.
—¿Y mañana para dónde, Tacho?
—Mañana a ver a dónde chingaos le pego, no hay de otra.